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La tragedia sin final de una democracia sin demócratas

12/12/2022  |  OPINION  |  

El principal desafío que Pedro Castillo se impuso al asumir la presidencia de Perú el 28 de julio de 2021 fue zurcir de algún modo un tejido social dañado por un modelo económico que en las últimas décadas aseguró estabilidad y crecimiento, pero no equidad. Acaso la pandemia, que se cebó duramente con el país hermano, haya agigantado esa necesidad, pero el ahora expresidente se olvidó de un reto al menos tan grande como el mencionado: devolverle a la sociedad una estabilidad política extraviada desde hace demasiado tiempo. Eso, para peor, en el contexto de una democracia que, se comprobó una vez más, no está encarnada precisamente por demócratas.

El frustrado mandato de Castillo –que en apenas un rato devino golpista, mandatario destituido y reo de la Justicia– fue hijo, precisamente, de una etapa de extrema fragilidad institucional. En medio de escándalos y zancadillas del Congreso, el mandato anterior de cinco años –iniciado por el liberal Pedro Pablo Kuczynski y que finalizó con la entrega del mando por parte del moderado Francisco Sagasti– fue completado nada menos que por cuatro presidentes, a razón de un promedio de uno cada quince meses, entre destituciones y renuncias forzadas.

El sistema político peruano es de un presidencialismo atenuado, pero pese a ello el jefe de Estado es el corazón del poder. Semejantes vaivenes no hacen más que agigantar la desconfianza de amplios sectores sociales que perciben que la política, más que no solucionarles la vida, se la complican.

El triunfo de Castillo –una curiosa mezcla de progresismo socioeconómico y conservadurismo social– sobre Keiko Fujimori se produjo por algo más de 44 mil votos, algo que produjo tras el escrutinio una agria disputa y que, dada la historia reciente, auguraba fuertes cimbronazos. El miedo no es zonzo.

La historia de la efímera era Castillo no se cuenta acabadamente si no se consignan errores garrafales de juicio del presidente depuesto –un verdader improvisado–, que incluyeron varios escándalos y haberse rodeado de colaboradores impresentables que llegaron a realizar declaraciones de corte nazi sin inmutarse. Pero tampoco se hace justicia a los hechos si no se advierte que el Congreso, al igual que en el quinquenio precedente, se entregó a una frenética actitud destituyente, que incluyó, hasta el desenlace, tres mociones de vacancia por "permanente incapacidad moral”, un artilugio legal que, a fuerza de repeticiones, ya se erige en la nueva forma de realizar golpes de Estado en Perú.

Acaso harto, acaso confiado en fuerzas que no tenía, Castillo decidió ante la última moción convertirse en un inesperado Alberto Fujimori, disolviendo el Congreso 30 años después de que lo hubo hecho el presidente de triste memoria.

El problema es que tomó ese camino sin la base base legal necesaria, esto es que el Congreso haya censurado antes o negado la confianza a dos Consejos de Ministros. Quiso perpetrar un autogolpe, calculó mal el respaldo militar y mal terminó. Al final, la tercera fue la vencida.

Le tocará ahora a quien fuera su vicepresidenta, Dina Boluarte, hacer algo parecido a gobernar, ante la amenazante mirada de un Congreso fragmentado, más impopular que Castillo –lo rechaza el 73% de la población– y entregado a la conspiración permanente. Mientras millones de peruanos siguen esperando para recibir su parte de una bonanza macro que nunca terminó de tomarlos en cuenta.

Como se sabe ya en toda la región, gobernar es una cosa y tener el poder otra muy diferente. Boluarte, como tantos antes que ella, se asoma ahora a ese aprendizaje amargo.



Fuente: Ambito