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Distintas formas, la misma intolerancia

04/11/2019  |  OPINION  |  

Fue una de las postales que dejaron las elecciones del 27 de octubre. A Brian Gallo, de 22 años, le tocó ser presidente de mesa en una escuela de Moreno, localidad en la que vive. Su foto desempeñando esa tarea circuló multiplicada en las redes sociales acompañada de frases como “Si votás en Moreno no lleves cosas de valor”, “Votá porque te robo”, “Dame tu DNI y tu celular” y otras por el estilo, estigmatizándolo a partir de su gorra y su vestimenta. El hecho le valió ser recibido al día siguiente por el flamante presidente electo y desató otra catarata de tweets donde se podía leer desde la réplica de los insultos hasta sospechas de una operación en que todo se habría armado en busca del efecto alcanzado. Curiosamente, o no, lo que se daba como un hecho natural era que un joven, con el “look” de Brian, recibiera esas descalificaciones. Ya lo decía Einstein: es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio. Y de esto último, en estas tierras, sobra.

A fines del siglo XIX, el criminólogo y médico italiano Ezechia Marco Lombroso (o Cesare Lombroso, como se lo conoció), desarrolló la teoría según la cual las causas de la criminalidad tienen que ver con tendencias innatas, genéticas, y que se revelan a partir de rasgos físicos o fisonómicos, como determinadas formas de orejas, mandíbula, arcos superciliares o asimetrías del cráneo. Las aberrantes afirmaciones lombrosianas parecerían extenderse, según algunas concepciones, a la portación de gorras, determinadas remeras o pantalones, aritos o piercings varios, por no hablar del color de piel y hasta el corte de pelo. Nada que sirva para estimular la convivencia, la tolerancia o el respeto básicos por el otro y, sobre todo, por quién es el otro, tan diferente en algún aspecto, quizás tan parecido en lo esencial.

Una escuela fue el marco en que Brian fue discriminado. Otra fue escenario de un hecho perturbador: dos alumnos apuntan, uno con un arma, otro con sus dedos simulándola, a un profesor que, de espaldas, explica algo en el pizarrón. Se alegaría después que el arma era de juguete, que se trató poco menos que de una travesura desafortunada. Lo cierto es que casi no habría habido reacción de no ser porque se viralizó el video que registraba la situación, aparentemente naturalizada en medio de las cosas que pasan en las aulas. ¿Tolerancia a la intolerancia? ¿Víctimas/ victimarios? Según el resultado de las pruebas Aprender sobre clima escolar presentado el año pasado, 6 de cada 10 estudiantes dijo haber visto en sus colegios situaciones de bullying o discriminación, por causas como alguna característica personal o familiar, religión, nacionalidad, etnia u orientación sexual. De la misma prueba surge que el 63% de los chicos del secundario registra agresiones, insultos y amenazas entre compañeros y 1 de cada 4 refiere que esto sucede siempre o la mayoría de las veces. Consultados los directivos de las escuelas, el 93 % afirma que existen agresiones entre los alumnos.

Casi al mismo tiempo en que se conocía el video de los chicos apuntando al profesor, en un ámbito muy diferente la barra brava de San Lorenzo “apretaba” a plateístas que insultaron al presidente del club en el partido que su equipo perdió frente a Defensa y Justicia al grito de “Acá no se canta contra Lammens”. Otra vez el combo de intolerancia más violencia, una asociación ilícita en un diario crescendo imparable que, por esos días, también se cobró la vida de Elías Chávez, un hombre de 41 años que en una discusión de tránsito en San Pedro murió acuchillado por otro automovilista, de 24. “Ojo por ojo y todo el mundo acabará ciego”, decía Gandhi.

En la intolerancia anida el miedo al otro, al diferente, a aquello que, por desconocimiento o por ignorancia, se percibe como una amenaza. En la violencia, sostenía el humorista español Antonio Fraguas Forges, hay miedo de las ideas de los demás y escasa fe en las propias. Tomo prestadas las palabras que el sentido común pintó en una pared para agregar que todo lo que es necesario decir ya se ha dicho. La razón por la cual lo seguimos diciendo es porque rara vez se escucha.



Fuente: Clarin